Por: Magdalena Calderón
Mi compañero, no es un novio cualquiera, es mi pana, mi cómplice, mi equipo.
Hace algún tiempo, se nos hizo hábito observar la conducta humana, con fines académicos. Cada viernes, “paseábamos” por la Av. Libertador, La Florida y sus afines, viendo compañeras sexuales que asumen de la noche caraqueña su lugar de trabajo, siempre entrabamos en discusiones entre la legalidad y la ilegalidad del asunto, veíamos como todo tipo de personas, independiente de su edad o apariencia, se detenían a conversar con ellas y de repente se desaparecían en la oscuridad.
Todo lo que veía y escuchaba iba a parar a un minuscioso cuaderno de campo.
Un día decidí hablarles. Él estuvo de acuerdo. Armamos la estrategia. Y así, nos acercamos a una extravagante y solitaria mujer por mero interés antropológico.
Sin pensarlo mucho llamé con voz firme a esta mujer, ella se acercó imponente y me pregunto: “¿qué quieres mami?”, y yo sin titubear le dije: conocerte. Inmediatamente ella me dijo, no hago tríos. Yo le dije que me explicara y me dijo, haciendo exposición de su experiencia: una cosa en “lesbi” otra cosa es “dúo”, una cosa es estar contigo y con él al mismo tiempo, ¡que no es lo mío! Y otra cosa es que entre las dos le “metamos” ¡tú por tú lado y yo por el mío!, a mí no me gustan las mujeres, me afirmó.
“Lo que quiero es hablar contigo”, le insistía. “Podemos hacer un trato, yo se lo puedo mamar mientras tú me preguntas”, respondió. Con mucha adrenalina le dije ¡Plomo!, se montó en el carro y me pase para el asiento de atrás. Etnografía pura.
Lo primero que me dijo con voz muy ronca fue: Mi nombre es Daniela. Realmente no tengo certeza si es cierto o no, lo que sé es que ella tenia unas tetas descomunalmente grandes acorde a su voluptuosidad general. Tenía un corsé de cuerina negra, una minifalda de piel de culebra, y por supuesto, unas plataformas rojas de patente. Me contó que tenía 25 años, aunque su aspecto era de 42, su cabello largo engelatinado era un motivo de echonería –yo no uso peluca– y me invitaba a tocarlo, mientras me decía que era dominicana y que tenía dos hijos.
Ella empezó a tocar a mi compañero y nos contó que conocía un hotel que dejaban tirar en el estacionamiento cerca de La Florida, y sin más nos fuimos. Estacionamos e inmediatamente, ella sacó un bolsito con condones de sabores, lubricantes, demás artificios propios de su profesión.
Con la seguridad que derrochaba, se lo sacó del pantalón y sin más, empezó a devorarlo, a mí no me molestaba, al contrario me sentía profundamente extasiada, todo me parecía irreal, su voz, su cuerpo, su historia.
Empezó a tocarlo más intensamente, hacer gemidos intensos y togonearse en el asiento. Mientras, él y yo nos dábamos los besos más profundos de la vida. Así después de un intenso calor y los vidrios empañados, él acabo. Los tres nos reíamos sin parar, fue divino. “Me dejas donde me encontraron”, nos dijo. Así fue. La dejamos y nos fuimos a casa.
Nosotros pasamos semanas hablando de lo sucedido, fue una experiencia increíble. Meses después, caminando por La Candelaria, recibí un saludo con una sonrisa discreta, era Daniela y su tumbao caribeño.
¿Te animas a compartir tus experiencias? escríbenos a lascomadrespurpuras@gmail.com los esperamos 😉