Parte 1. Hiperconsumo e hiperprecariedad
Durante las primeras décadas de la posguerra en el siglo XX el sector público se expandió a través de las instituciones y políticas relacionadas al bienestar social (seguridad social, educación y salud), la creación de empresas en sectores de interés público (servicios, transporte, comunicación) o para controlar recursos “estratégicos” para las economías nacionales (siderúrgica, industria militar, hidrocarburos). La expansión de lo público fue la principal forma de mediación y legitimación gubernamental de las democracias representativas frente a la emergencia de movimientos y demandas sociales. Al mismo tiempo, la economía del sector público produjo extensas burocracias en donde circulan los grupos de poder político-burocráticos que capturan y disputan las rentas derivadas del crecimiento del gasto público, o que tienden a instrumentalizar el Estado para establecer relaciones clientelares sobre la sociedad.
Así, después de un ciclo de expansión, el sector público tiende a descomponerse entre la ineficiencia y la corrupción rutinaria de su función de seguridad social y garantía del principio de bienestar general, pero que no es más que la expresión de los intereses de poder y los privilegios administrativos que se forman en su entramado burocrático.
En términos generales podemos afirmar que, frente a la conflictividad abierta durante la revuelta global de los 60s, los Estados tendieron endeudarse para incrementar el gasto público y ganar cierta gobernabilidad sin comprometer cambios en las estructuras sociales y las relaciones de poder interpeladas por las revueltas (más bien afianzando el desgaste burocrático de los sistemas de bienestar), abriendo paso a un cambio de mando hacia los nuevos acreedores financieros que habían surgido del crecimiento de capitales transnacionales en el mercado global. Con la caída del sistema de Bretton Woods en 1970, en donde “el control monetario se desplazó del Estado-nación hacia los sistemas globales, y el control sobre la deuda pública empezó a escapar de las entidades nacionales soberanas y someterse a mecanismo de valor determinando en el mercado global por los poseedores de capital financiero. Con el desplazamiento de la deuda pública hacia los mercados bursátiles, explica Christian Marazzi, `los mercados financieros han asumido un papel que, en el pasado, fue responsabilidad del Estado keynesiano, es decir, la creación de la demanda efectiva indispensable para asegurar la continuidad del crecimiento´” (Negri y Hardt. Asamblea, p. 224). Ya para la década de los 80s la crisis de la deuda pública recorre a gran parte de los Estados-naciones -fundamentalmente en los “países en desarrollo”-, comenzando un proceso de desmantelamiento de las políticas de bienestar social, desregulación y desprotección de la economía nacional, y abriendo paso a un intenso proceso de privatización de lo público.
Las políticas de desarrollo y el papel regulador del Estado sobre la economía nacional son sustituidos por una racionalidad empresarial de la gobernanza, en donde la inversión privada, el interés de ganancia y el libre movimiento de capitales se plantearon sustituir el desgastado y burocrático protagonismo del sector público en la oferta de mejores condiciones de vida para la población, así como adaptarse al desborde de los centros de trabajo rutinarios y disciplinarios provocado por las nuevas generaciones que reclaman más autonomía y nuevos proyectos de liberación colectivos e individuales.
Así queda servido el contexto para la reestructuración neoliberal de finales del siglo XX, pero el desmontaje a continuación del sector público no es tanto una liberación de la burocracia o de los privilegios del poder de las clases políticas, sino un desmantelamiento de los mecanismos de seguridad social asociados a la solidaridad (educación y salud pública), o el ahorro popular (prestaciones sociales, jubilaciones, etc.), mientras los recursos y espacios comunes empiezan a ser rápidamente dispuestos para privatización.
La privatización de empresas públicas, la tercerización de funciones administrativas a través de contratistas y empresas privadas (en general determinadas por las relaciones directas e incluso personales entre la clase política y los grandes capitales y la corrupción), la influencia de capitales privados en la toma de decisiones a través lobistas y el financiamiento de actores políticos, el clientelismo como vía para la acumulación de capital político (el paso de partidos ideológicos y representativos a partidos-empresas), se convierten en elementos constitutivos de la gobernanza y las estructuras normativas de la administración neoliberal como vaciamiento de lo público (Negri y Hardt. Asamblea, pp. 299-304). El sector público (así como el Estado) no tienden a desaparecer sino a ser constantemente desfalcado, transfiriendo con regularidad recursos públicos a manos privadas, mientras que las instituciones del Estado (sobretodo las orientadas al bien común, como la salud, la educación o los institutos de seguridad social) tienden a precarizarse constantemente.
Al ritmo de la globalización a finales del siglo XX, el capital transnacionalizado y financiero, se desprendió de cualquier arraigo nacional y se abrió a un mercado global desde el cual interactúa con las economías nacionales, ejerciendo una presión para desmontar las barreras para el flujo de capital, acabar con las regulaciones proteccionistas y privatizar lo público; al mismo tiempo que afianzó la institucionalización de una agenda de gobernanza global[1]. Los capitales financieros se movilizan por el mundo buscando las mejores condiciones para la producción, fundamentalmente trabajo precario y flexible en las periferias urbanas y rurales (el llamado redespliegue industrial), mientras que concentra los circuitos de acumulación de capital en las metrópolis contemporáneas, en donde captura las rentas del consumo y de la demanda de servicios. La acumulación de capital ya no se concentra en las ganancias de la explotación directa del trabajo en centros industriales o edificios burocráticos, sino de la extracción de una riqueza que se produce cada vez con mayor autonomía por la cooperación social, articulada en torno al trabajo inmaterial y a los servicios de consumo, relegada a condiciones de precariedad y forzadas al endeudamiento. Los créditos, préstamos u otras herramientas del capital financiero, cubren el déficit de la política social pública y se sostienen sobre la incapacidad de sostener condiciones de vida satisfactorias con los ingresos regulares de la población.
Las grandes corporaciones que proveen servicios de comunicación a cambio de la apropiación de datos personales también establecen una relación extractivista entre capital y sociedad. La “minería de datos” puede ser una referencia clave, aquí la expresión de nuestra subjetividad es extraída y registrada como insumos para la industria de la publicidad -la más determinante en la sociedad de consumo contemporánea- o para las agencias de vigilancia estatales, a cambio del acceso a servicios de comunicación formalmente gratuitos.
La extracción de recursos naturales también se reimpulsa hacia nuevas fronteras bajo las demandas energética y de minerales para la aclamada “revolución verde” en las potencias centrales y el surgimiento de China como potencia industrial. En el caso de la minería, las corporaciones comercializan los minerales en el mundo obteniendo la mayor parte de la riqueza, pero la producción/extracción de los minerales tiende a relegarse a poblaciones precarizada de pequeños mineros en general sometidos a regímenes paraestatales o militarizados. Otro caso han sido las plantaciones extensivas de monocultivos para biocombustibles (extracción de energía de la tierra) que han desplazado a las poblaciones rurales y sus tierras para producción de alimentos.[2] La extracción somete las formas de la producción social de la vida y al mismo tiempo desterritorializa la concentración de riqueza, rompiendo cualquier compromiso con la sostenibilidad, las condiciones de reproducción y el futuro de los cuerpos y territorios que somete.
“La dinámica del enclave, asociada al extractivismo, cuenta con una larga historia en la región, referida en primer lugar a la extracción de minerales y la exportación de diferentes materias primas (caña de azúcar, guano, caucho, madera, entre otros). Pueblos-campamentos, a veces convertidos en ciudades, conocen de la noche a la mañana el esplendor y el derroche, la pobreza y la riqueza extrema. Pero cuando las luces finalmente se apagan y el capital se retira para expandirse en otras latitudes en busca de commodities baratos, dichos territorios suelen ofrecer la repetida imagen del saqueo y del despojo; postales de un territorio fuertemente degradado, convertido en zona de sacrificio, que sólo deja como legado a las comunidades locales los impactos ambientales y sociosanitarios” (Svampa, Hacia un neoextractivismo de figuras extremas, pp.71-72)
Incluso en las nuevas formas del tele-trabajo o del trabajo de servicios de transporte para aplicaciones digitales, el capital responsabiliza a quien trabaja del mantenimiento de sus equipos, vehículos, computadora, celular, etc., así como no tiene ninguna responsabilidad con la seguridad, la salud o la vida de las mismas personas, la dinámica del enclave también se reproduce en la forma como se relaciona el capital con los cuerpos del trabajo.
La extracción como dinámica de acumulación nos expone un capital cada vez más externo a los circuitos de producción y generación de recursos, en donde cada vez tienen más autonomía los intercambios y la cooperación que se constituye en la vida social. La acumulación de capital se afianza así en prácticas de despojo y transferencia de recursos hacia los centros financieros más que en su producción, así como en la intermediación que se impone en la distribución y el servicio a los consumidores.
Precarizar la producción, explotar la intermediación del capital en el acceso a bienes y servicios y estimular una compulsión ansiosa y adictiva del consumo, suponen las tendencias del capitalismo contemporáneo. Aquí se cruza el crecimiento del narcotráfico y la industria farmacéutica, en donde el consumo aumenta en el mundo, con la sobreexplotación de los cuerpos y la oferta de estimulantes, antidepresivos y drogas sintéticas. La industria del entretenimiento y la información -subsidiaria de la publicidad- que captura y extrae una renta de nuestro tiempo “libre”, intensificado tras la pandemia y la cuarentena global del año 2020 y la digitalización de la vida que se impuso como “nueva normalidad”. La creación de una economía de productos desechables, desde los teléfonos inteligentes que se desactualizan cada año, hasta la sustitución del hierro por el plástico en los productos para ferreterías, las nuevas líneas de productos desechables están relacionados con el auge de producción made in China en condiciones de trabajo de una semi esclavitud moderna. Como la fábrica-cuartel de la multinacional Foxconn en donde se produce los componentes de los teléfonos inteligentes, fundamentalmente los IPhone, conocida internacionalmente por ser un complejo para más de 400.000 trabajadores y con instalaciones para mantener viviendo ahí a un poco más de 100.000, que ha estado expuesto a la opinión pública tras el constante caso de suicidios entre sus trabajadores, sobre todo de los jóvenes que viven ahí. Se expande la extracción de recursos naturales hacia un sobreconsumo que lleva al límite la capacidad de la tierra, al mismo tiempo que se refleja la precariedad del modo de vida. El capital está llevando a un límite la sostenibilidad de la vida de la tierra y de nuestros cuerpos al someter cada espacio de tiempo y de territorio a sus circuitos de extracción, aunque tras cada uno de estos ejes que sólo nombramos podemos encontrar dinámicas de resistencia, modos de producción y reproducción de tejidos sociales para la vida, por ahora nos sólo estamos señalando las tendencias que vienen “desde arriba”.
Este proceso de concentración de capital ha sido empujado por la revolución de las tecnologías de la información, la comunicación y el transporte que han construido las bases de la globalización, y en la medida en que llegan a un límite en su capacidad de innovación, se sostienen en la promesa de una utopía tecnológica que libraría la humanidad del trabajo, lo cual no es más que la utopía del capital de prescindir del trabajo ¿será entonces un mundo de desempleados, desplazados por las máquinas de las élites multimillonarias?. Pues en tal caso la utopía de la liberación del trabajo es la de abolir la sobrevivencia como condición para vender la fuerza de trabajo (la misma que se mantienen desde el comienzo de la revolución industrial), desechar el trabajo para la acumulación de riqueza -que siempre es ajena y de unos pocos- y poder dedicar nuestro esfuerzo y creatividad humana a la construcción de un mundo para la vida y la libertad. Y efectivamente el problema tiene que ver con la frontera entre trabajo y ocio, y la revolución digital del capital captura esta tendencia de libertad al incorporar mecanismos de juegos en el trabajo y difuminar esa frontera, pero no es el esfuerzo libre y creativo lo que nos ocupa el tiempo, sino el trabajo maquínico y el entretenimiento embrutecedor desde que despertamos hasta que nos acostamos (intensificado con el tele-trabajo desde el hogar) reduciendo aquellas 8 horas de descanso y sometiendo las 8 horas de ocio que eran parte del pacto social de bienestar propuesto por la antigua clase obrera. Fuera de toda utopía tecnológica, lo que aparece en el horizonte son distopías totalitarias proyectadas por el control o la regulación de la subjetividad y el comportamiento a través de los algoritmos, los nuevos dispositivos de vigilancia y ahora la nueva ola de precarización (no sólo del trabajo sino también de la calidad humana de la información que consumimos, y por lo tanto de la educación y la valorización de la producción de conocimiento, cimientos de una sociedad libre) que promete ser la inteligencia artificial.
Parte 2. Dimensiones de la gobernanza contemporánea: estado de excepción, para-estado y estado de guerra.
Si la reforma neoliberal empezó por subordinar las instituciones de los Estados-nación a las instituciones internacionales empujadas por la globalización del capital financiero, en sus puntos de crisis territorializados (cada vez más extendidos desde la crisis financiera del 2008) la violencia ha impuesto gobernanzas de tipo paraestatal, relacionadas fundamentalmente al crecimiento de la economía ilegal. Pero no se trata de una economía opuesta a la legal, sino de la relación entre ambas a partir del desmantelamiento de lo público y el Estado social, el crecimiento de la exclusión de amplios sectores de la población rurales y urbanos (determinantes en Latinoamérica), y la precariedad e inseguridad de los modos de vida contemporáneos. Aunque la esperanza de vida ha aumentado en las últimas décadas, ha incrementado la mortalidad entre las y los jóvenes desde los años 90s. Aunque las mujeres han logrado expandir su autonomía y libertad en cuanto acceso al trabajo e igualdad de derechos, la violencia patriarcal tiende a aumentar y ha puesto en emergencia a nuevas generaciones feministas. Aunque en las últimas décadas se han incorporado una gran cantidad de derechos que reconocen las luchas de los nuevos movimientos sociales en textos constitucionales y en acuerdos internacionales, la violencia, las emergencias humanitarias y las violaciones de derechos humanos tienden a aumentar. La violencia contra la sociedad y contra la vida, expone un desdoblamiento del poder contemporáneo entre sus instituciones formales y la voracidad real de la acumulación de capital que no sólo desborda las regulaciones oficiales, sino que las captura bajo asociaciones mafiosas que articulan capitales legales e ilegales, redes de corrupción y clase política, etc.
Esta tendencia mafiosa de la gobernanza se ha desarrollado en Latinoamérica en la forma del narco-estado en México, el para-militarismo y narcotráfico en Colombia, o los Estado mafiosos en Venezuela o Haití. En Latinoamérica las bandas criminales que se han expandido por las cárceles desplazando pequeñas bandas locales por carteles transnacionalizados relacionado al narcotráfico (caso de las masacres carcelarias en Ecuador en los años 2022 y 2023) y que utilizan los centros penitenciarios como centros de poder (caso del desarrollo de organizaciones como el Tren de Aragua en Venezuela, con un apogeo entre los años 2018 y 2023). En África y Latinoamérica la minería legal e ilegal también ha estado bajo el control de grupos armados que explotan a poblaciones dedicadas a la minería artesanal en condiciones de precariedad extrema, en donde ejércitos estatales formales, corporaciones militares y grupos armados ilegales disputan, intercambian y acuerdan la distribución del control territorial bajó lógicas de gobernanzas similares. Los grupos para-estatales funcionan en una complicidad estructural o incluso acuerdo formal con respectivos gobiernos, funcionarios, ejércitos e instituciones del Estado.
La periferia como espacio de constitución de los movimientos sociales contemporáneas, tiende a sufrir un movimiento de recolonización, tensado por un lado por la cooptación gubernamental y carismática de los progresismos que dependen de los ciclos de expansión y financiamiento del consumo, y por otro lado por la violencia paraestatal que tiende a crecer tras cada estallido de precariedad que resulta de las recesiones forzadas por los ciclos de concentración del capital financiero.
Rita Segato estudia el crecimiento de los femicidios en Ciudad Juárez, como el resultado de una guerra social que empieza a sacudir a regiones de Latinoamérica y otras partes del mundo como expresión de la constitución de regímenes para-estatales, relacionados directamente al crecimiento de la economía ilegal. Si el carácter patriarcal tradicional del Estado es de padre protector, el poder patriarcal para-estatal lo describe Segato a partir de los códigos de complicidad, los pactos de silencio y lealtades mafiosas que se constituyen entre grupos de poder masculinos, y que han terminado por encubrir el crecimiento de la violencia frente a la crisis de la familia patriarcal tradicional y la lucha de las mujeres de las últimas décadas, llegando a situaciones extremas como las de Ciudad Juárez, en donde Rita plantea la existencia de un “femigenocidio”[3]. En Ciudad Juárez se cruza la economía ilegal ligada al narcotráfico, y el tráfico de personas y productos en el contexto de la economía de frontera, con la llegada de maquilas del capital transnacional (paso de la producción a las periferias en el contexto de la globalización) que convirtieron el acceso femenino al trabajo formal en un síntoma más de precarización, que de autonomía de las mujeres.
El ejercicio de la violencia sustituye toda mediación de las instituciones sociales y políticas, el Estado se retira y aparece una cartografía de gobernanzas y fuerzas militares privadas legales e ilegales que no están en conflicto entre Estados sino en una guerra irregular contra el cuerpo social, que ejercen un control territorial, y que también abren una guerra contra los cuerpos de las mujeres como práctica de dominación, víctimas de una cultura patriarcal cada vez más violenta, en el contexto de la vitalización de la lucha milenaria de las mujeres en las últimas décadas y la interpelación de las relaciones desiguales entre mujeres y hombres en las familias tradicionales.
“En mi análisis, intento demostrar la existencia de un quiebre o discontinuidad en los paradigmas bélicos del presente caracterizados por el predominio de la informalidad y de un accionar que puede ser descrito como claramente paraestatal aun en los casos en que el Estado sea la agencia propulsora y sostenedora de ese accionar. Sostengo que en el papel y función asignado al cuerpo femenino o feminizado en las guerras de hoy se delata una rotación o viraje del propio modelo bélico. Las guerras de la antigua Yugoslavia y de Ruanda son paradigmáticas de esta transformación e inauguran un nuevo tipo de acción bélica en el que la agresión sexual pasa a ocupar una posición central como arma de guerra productora de crueldad y letalidad, dentro de una forma de daño que es simultáneamente material y moral.” (Segato, La guerra contra las mujeres, p. 59)
El desdoblamiento paraestatal es analizado por Rita Segato, como una segunda realidad, ordenada por la dinámica de acumulación de la economía ilegal que luego fluye y se “lava” en la primera realidad. Es decir, el paraestado no sustituye al Estado, sino que se articula al mismo e incluso produce gran parte de la riqueza que luego alimento a los sistemas financieros internacionales. Incluso como una reestructuración de la relación colonial de extracción de riqueza de las periferias hacia el centro.
“Llegamos, a través de esa pregunta, a postular la existencia de dos realidades: una Primera Realidad, constituida por todo aquello regido por la esfera del Estado, todo aquello declarado al Estado, visible en las cuentas de la nación y en las páginas de Internet de la «Transparencia en gestión pública», las propiedades inmuebles residenciales, comerciales e industriales compradas o heredadas; los impuestos recaudados; los sueldos públicos y privados, los pagos «en blanco»; todo lo producido y comercializado; las empresas, sociedades de lucro y ONG registradas, etc. Para su protección, ese universo cuenta con las fuerzas policiales y militares, instituciones y políticas de seguridad pública, sistema judiciario y carcelario que protegen ese caudal legítimo, legal. Por otro lado, en el subsuelo de ese mundo de supuestas transparencias, se encuentra lo que en mi ensayo sobre Ciudad Juárez (2006) llamé Segundo Estado, y que hoy prefiero llamar Segunda Realidad, pues es una realidad especular con relación a la primera: con monto de capital y caudal de circulante probablemente idéntico, y con fuerzas de seguridad propias, es decir, corporaciones armadas ocupadas en proteger para sus «dueños» la propiedad sobre la riqueza incalculable que en ese universo se produce y administra. No podemos entender la violencia como nos la presentan los medios, es decir, como dispersa, esporádica y anómala. Tenemos que percibir la sistematicidad de esta gigantesca estructura que vincula elementos aparentemente muy distantes de la sociedad y atrapa a la propia democracia representativa. Y, si pensamos un poco más, concluiremos que necesariamente esa estructura tiene una extensión global y una importancia política, es decir, que interfiere en la política e influencia los gobiernos, como también es interferida por estos, tanto en las cabeceras nacionales como en los centros imperiales. En el ámbito nacional, porque su impacto es determinante en los pleitos electorales y sus vencedores quedan cautivos de los pactos que celebraron para elegirse. Y en el ámbito global porque, por un lado, prestigiosos bancos del Norte lavan el dinero que produce y acumula la segunda economía y no es posible investigarlos y procesarlos con todo el rigor de la ley, allá, en el mismo Norte, ya que, como afirmó en 2013 el propio fiscal general de Estados Unidos, Eric Holder, los actos de corrupción y fraude cometidos por los ejecutivos de los bancos norteamericanos no pueden ser judicializados debido al tamaño de esas instituciones y su incidencia en las economías nacional (de Estados Unidos) y global. Estamos aquí frente a la duplicación del Estado y la llana aceptación de la intocabilidad y funcionalidad de la Segunda Realidad. Es esta otra muestra de la inter m conexión entre los caudales que fluyen subterráneamente y los que fluyen en la superficie. De esta forma, el crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y de la economía.” (Segato, La guerra contra las mujeres, pp. 75-76)
Podemos cartografiar 3 dinámicas que han sido determinantes para afianzar la tendencia mafiosa del capitalismo contemporáneo en crisis. Por un lado, la tendencia de las clases políticas a formar redes de corrupción que privatizan recursos públicos, no sólo precarizando políticas sociales y estableciendo relaciones clientelares, además alimentando las economías del lavado de dinero en los circuitos financieros globales. El Estado no tiende a desaparecer, sino a reestructurarse como plataforma para el saqueo y la transferencia de recursos públicos a manos privadas. En el proceso que ha vaciado el poder real de las instituciones representativas, privatizando y tercerizando funciones públicas, la corrupción, como complicidad entre funcionarios públicos y capital privado, no sólo ha sido determinante sino una práctica natural de la administración neoliberal, incluso legalizada en EEUU, bajo la forma de los comités de acción política que constituyen los grandes capitales para financiar a la clase política y sobreponerse a cualquier compromiso con la representatividad que formalmente los legitima.
En segundo lugar, la aparición de grupos parapoliciales en territorios de las periferias urbanas y rurales que extraen y concentran una renta de la economía local bajo formas de extorsión a cambio de seguridad, en un contexto de aumento de la inseguridad y la criminalidad. También administran directamente economías de la exclusión como el menudeo de drogas o la prostitución, hasta negocios formales ligados a la economía ilegal, como casino o bares. La guerra de algunos Estados contra las bandas locales a través de la militarización de la policía, no sólo han sido ineficientes, sino que han producido la aparición de bandas más grandes y militarizadas en una escalada de la guerra social, al mismo tiempo las policías militarizadas han tendido a ejercer también prácticas de extorsión, administración de economía ilegales en los territorios en los que desplaza a las bandas (el caso del FAES en Venezuela puede ser uno de los más emblemáticos). El control territorial de las periferias bajo prácticas parapoliciales (de policías, bandas criminales o incluso grupos político-partidistas como el caso de los llamados colectivos en Venezuela) ha sido una expresión de una privatización violenta de las políticas de seguridad y orden público, en donde la seguridad del bienestar es sustituida por una “seguridad” condicionada por el miedo y la amenaza de fuerza, ya sea a través de asesinatos horribles con el objetivo de expandir el terror en una comunidad o del uso de símbolos de muerte (calaveras generalmente) por las propias policías militarizadas que incursionan en las periferias.
Desde la década de los 90s ha crecido la participación de las empresas militares privadas, creciendo su protagonismo en la invasión y ocupación de Irak desde el 2001 (corporaciones de origen norteamericano), hasta la invasión y guerra de Ucrania desde el 2022 (corporaciones de origen ruso). Mientras en los centros de las metrópolis las empresas privadas de seguridad y escoltas tienen cada vez más protagonismo, las organizaciones paraestatales se despliegan en los las periferias a partir de la cartelización y militarización de la economía ilegal. Se trata de una guerra irregular que crece en la disputa por el control territorial y que ha puesto bajo amenaza a todas las organizaciones sociales que habían constituido una forma de hacer política no-estatal a través de la autoorganización comunitarias.
Así el paraestado no es lo contrario al Estado, -que más bien sería no-estado, la no separación entre lo político y lo social- sino su desdoblamiento y reacción crítica frente a las prácticas de autonomía territorial que han caracterizado a los movimientos sociales de las periferias que estaban desbordando la desgastada democracia representativa a finales del siglo pasado.
La tercera plataforma de la acumulación mafiosa ha sido el narcotráfico. En las últimas décadas el narcotráfico se ha expandido en el mundo[4] construyendo circuitos transnacionales. El narcotráfico financia a grupos paramilitares en territorios periféricos en donde está la producción, genera rentas hacia los funcionarios públicos y militares que posibilitan su funcionamiento y luego traspasa o “lava” millonarias sumas de dinero a la economía legal que en gran parte sostienen al mercado financiero contemporáneo. Se nutre de la demanda de las poblaciones sobreexplotadas en las periferias y centros de las metrópolis en un mercado que tiende a la producción de drogas sintéticas cada vez más fuertes y adictivas. A su vez el narcotráfico recluta jóvenes en comunidades empobrecidas con la ilusión de enriquecimiento y poder, a cambio de una vida de violencia. Se trata de una cultura de muerte que busca extenderse convirtiendo en “zombies” (ver la crisis del fentanilo) a sus consumidores, y soldados contra la sociedad y su comunidad a quienes recluta. Al mismo tiempo evoca como ideal de éxito el consumo de lujo, ilusión de bienestar que no es más que un amasijo de códigos patriarcales y violentos que legitiman la desigualdad y la jerarquía mafiosa de capos, generales y empresarios.
La tendencia mafiosa del poder no es sino la forma autoritaria que crece dentro del capitalismo contemporáneo y que amenaza con guerras irregulares para defender proyectos acumulación de capital cada vez más voraces contra los cuerpos y territorios que constituyen la naturaleza de la vida en sociedad. Y al final de este camino en el que la violencia juega un rol cada vez más determinante para la acumulación y la gobernanza, ha estado creciendo una economía de guerra que demanda cada vez más espacio y ya ha empezado a imponer la guerra abierta, la destrucción y el genocidio en los territorios críticos de nuestra sociedad global. Un poder que hace culto a la muerte y en el que orbitan la sombra de todos los discursos que hoy se disputan la hegemonía.
En medio de la violencia y la instauración de la emergencia como realidad cotidiana, surge el Estado de Excepción como paradigma de gobernanza que naturaliza la suspensión legal o de facto de las garantías y derechos constitucionales, la suspensión de procedimientos democráticos y la militarización del espacio público. En nombre de la protección del derecho, se legitima la fuerza pura como origen y racionalidad del Estado, Giorgio Agamben explica que…
“…El estado de excepción es, en este sentido, la apertura de un espacio en el cual la aplicación y la norma exhiben su separación y una pura fuerza-de-Jey actúa (esto es, aplica des-aplicando) una norma cuya aplicación ha sido suspendida. De este modo, la soldadura imposible entre norma y realidad, y la consiguiente constitución del ámbito normal, es operada en la forma de la excepción, esto es, a través de la presuposición de su nexo. Esto significa que para aplicar una norma se debe, en última instancia, suspender su aplicación, producir una excepción. En todo caso, el estado de excepción señala un umbral en el cual lógica y praxis se indeterminan y una pura violencia sin logos pretende actuar un enunciado sin ningún referente real.” (Agamben, Estado de Excepción, p. 83)
Los autoritarismos contemporáneos no tienden a legitimar un sistema formalmente dictatorial, sino utilizar mecanismos de gobernanza paralelos al Estado democrático en crisis[5], que hacen del Estado de excepción la naturaleza del ejercicio del poder. Pero es la arbitrariedad y la militarización de la gobernanza lo que permite afianzar la complicidad entre Estado y para-estados, al mismo tiempo que se desplaza la condición participativa y política de la población por una condición de víctimas pasivas envueltas en emergencias humanitarias (categoría de las instituciones globales) sobre las cuales se despliegan las políticas asistenciales del sistema global, una vez más, naturalizando la emergencia como cotidianidad del mundo contemporáneo.
Mientras la democracia representativa entra en crisis, los modelos autoritarios de Rusia o China (países sin tradición democrática representativa, en donde la modernización se engranó a las cadenas de sumisión de los viejos estados imperiales transformados por las burocracias “socialistas”) se convierten en referencias alternativas para un orden pos-democrático y totalitario que se exporta hacia el llamado tercer mundo, legitimando los autoritarismo contemporáneos, llamados “competitivos” por las ciencias políticas, al lograr márgenes de gobernabilidad más estables que las democracias en crisis. Entre la parainstitucionalidad desbordada y los Estados de Excepción se va creando un contexto de guerra contra la sociedad -más irregular que regular- como proyecto de gobernanza del capitalismo contemporáneo, así la pandemia y las cuarentenas como operativos militares -y la promesa de que es apenas la primera emergencia global de este tipo- no han sido más que una mirada hacia el gobierno sobre la emergencia continuada, mientras la guerra crece a su alrededor. Entonces no es ubicarnos en el mapa de la polarización entre bandas partidistas o potencias imperiales, sino en la resistencia a la política de la guerra, en donde se encuentran los tejidos sociales que hacen del cuidado y la defensa de la vida una lucha por un futuro común.
Agamben, Giorgio. Estado de Excepción, Homo Sacer, II, I. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2005.
Denis, Miguel. Venezuela: reestructuración en proceso (I). Caracas: Revista Cuerpo y Territorio, 2021.
Denis, Miguel. Venezuela: reestructuración en proceso (II). Caracas: Revista Cuerpo y Territorio, 2021.
Negri, Antonio y Hardt, Michael. La administración liberal fuera de quicio en Asamblea. Madrid: Akal, 2019.
Segato, Rita. Contra-pedagogías de la Crueldad. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2018.
____________ Las nuevas formas de guerra y el cuerpo de las mujeres en La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de Sueños, 2016.
Svampa, Maristella. Hacia un neoextractivismo de figuras extremas en Las fronteras del neoextactivismo en América Latina. Guadalajara: CALAS, 2019.
[1] Desde la década de los 80s se ha constituido una tendencia a la sustitución de la burocracia del Estado, por una articulación de agencias globales y oenegés como nuevas burocracias disgregadas y relacionadas directamente con el capital corporativo global. Por un lado, el sistema de Naciones Unidas y sus agencias son financiadas por grandes corporaciones con una incidencia a la par que la de los Estados que la componen, por otro lado, a través de las fundaciones privadas ejercen una intervención directa en la agenda social y política en todo el mundo. Como referencias emblemáticas podemos destacar a la fundación de Bill Gates (propietario de Microsoft) como uno de los principales donantes en las agencias de las Naciones Unidas, mientras que la fundación Open Society de George Soros (empresario financiero) maneja un sistema de financiamientos directos a organizaciones no gubernamentales. Las oenegés forman la base de esta heterogénea y fragmentada burocracia social, en donde los activistas sociales logran financiarse proyectos de “incidencia social” asociados a las directrices que proponen los financistas (en general bajo una agenda relacionada al reconocimiento de derechos humanos en las claves del neoliberalismo progresista comentado anteriormente), que no sólo sustituye a la política social estatal, sino que también se adapta al trabajo desregulado e inestable (bajo el trabajo por proyectos, pago de honorarios y lapsos definidos) al mismo tiempo que dispone de la vocación de autoorganización del activismo social contemporáneo pero bajo un diseño que impide la autonomía o autogestión económica, más bien estableciendo una relación de dependencia hacia sus financistas. Los financiamientos sociales se mueven en el mundo en función de las emergencias sociales que aparecen de un lado a otro, actuando más para paliar escenarios de conflictividad social o crisis humanitaria (término más institucional) que por la transformación y solución definitiva de los problemas abordados. Se trata de una gobernanza de la emergencia, más que una respuesta a la misma, “ (…) La administración neoliberal, como modo de gobernanza, no niega las características desbordantes, inconmensurables y fragmentadas, así que no pone realmente fin a la crisis. En contraste con el gobierno, la gobernanza neoliberal genera y mantiene una forma de control en red, plural y flexible, que se basa en una débil compatibilidad entre los fragmentos. La clave para la administración neoliberal es cómo ser capaz de funcionar en un estado de crisis permanente, ejercer el poder de mando y extraer valor incluso cuando ya no puede controlar o procesar el campo social productivo que está por debajo“ (Negri y Hardt, Asamblea, p. 292)
[2] Aquí la globalización capitalista se expresa en sus más nocivas paradojas, pues mientras estos monocultivos sustituyen la producción local de alimentos, desplazan la pequeña propiedad o el uso comunitario de las tierras en donde la población puede trabajar, vivir y alimentarse de la tierra, por nuevas haciendas de miles de hectáreas que incorporan mucho más capital que trabajo, dejando una multimillonaria renta para poco propietarios y miles de pobladores sin trabajo. Al mismo tiempo los alimentos locales tienden a ser sustituidos por productos importados, de precaria calidad nutricional, una gran incorporación de conservantes o provenientes de una agricultura de gran escala con agrotóxicos, que permiten que sean “competitivos” en el mercado, aún cuando tengan que trasladarse de un lado del mundo a otro, ¿pues entonces qué sentido tiene utilizar la tierra para producir biocombustible, traer alimentos precarios de otro lado del mundo y desplazar a las poblaciones rurales? No es más que la escala de la acumulación de capital que se impone sobre la escala de las condiciones de vida, mientras más largo y global sea el circuito de producción-distribución más son las rentas que se extraen en todo el proceso, y más precario es el producto final. En el valle del Cauca en Colombia, inundado de plantaciones de caña de azúcar para biocombustibles, la guardia indígena y los consejos de autoridades indígenas son una de las expresiones más desarrolladas de procesos de resistencia bajo la consigna de “la liberación de la madre tierra” y la necesidad de alimentar-nos desde la tierra en comunidad.
[3] “En el concepto de femigenocidio podemos englobar una gran cantidad de crímenes que tienen que ver con las formas paraestatales de actuar, hoy mucho más diversificadas que en los años 70. Una serie amplia de formas de ejercicio de la violencia y control de poblaciones vulnerables, desde las guerras represivas, el mal llamado “conflicto interno”, el terrorismo de estado, y la duplicación del estado en formas estatales y para-estatales de control social por parte de sus agentes, así como también el avance de las corporaciones armadas de tipo mafioso, con sus tentáculos y vasos comunicantes con la gestión estatal. (…) En el caso de Ciudad Juárez, no entendía que estos cuerpos arrojados al desierto eran el producto de una guerra entre grupos mafiosos sino que los vi como mensajes de su poder intercambiados entre ellos y enviados a la sociedad, en esa localidad fronteriza entre dos mundos, apenas separada, en 2004, por el Río Grande o Río Bravo (ni muy grande ni muy bravo) -según lo nombran los estadounidenses o los mexicanos, respectivamente. Del lado mexicano se encuentran las maquiladoras que arrojan una gran producción de riqueza. Los dueños de esa riqueza, los empresarios de Ciudad Juárez viven casi todos ellos en El Paso, Tejas. Es una frontera entre dos mundos: el mundo en donde están las cosas con que la gente sueña; y el mundo del desierto y de la vida precaria.“ (Segato, Contra-pedagogías de la Crueldad, pp. 75-76)
[4] Según el Informe del año 2023 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el narcotráfico aumenta sin precedentes, con una tendencia hacia drogas más sintética y baratas, así como más fulminantes para la salud humana, generando devastación ambiental (se destaca la situación crítica de la Amazonía) y un auge del crimen organizado. “la estimación mundial de personas que se inyectaron drogas en 2021 en 13.2 millones, 18% más de lo estimado anteriormente. A escala mundial, más de 296 millones de personas consumieron drogas en 2021, lo que supone un aumento de 23% con respecto a la década anterior. Por su parte, el número de personas que padecen trastornos por consumo de drogas se ha disparado hasta los 39.5 millones, lo que supone un aumento de 45% en 10 años.” (Datos del portal web de UN: https://www.unodc.org/lpomex/es/noticias/junio-2023/el-informe-mundial-sobre-las-drogas-2023-de-unodc-advierte-sobre-crisis-convergentes-a-medida-que-los-mercados-de-drogas-ilicitas-siguen-expandindose.html). La crisis de las drogas sintéticas derivadas del opio han causado estragos sociales en países como EEUU, en donde el consumo de fentanilo -la llamada droga zombie- se ha difundido en las ciudades más afectadas por la precariedad laboral y el desempleo (tomando en cuanto que la crisis de los opiáceos en EEUU, comienza a partir de la venta desregulada de productos farmacéuticos de este tipo para el tratamiento de afecciones menores, generando adicciones en poblaciones desinformadas, finalmente víctimas de la industria farmacéutica), así como en países como Afganistán, uno de los territorios claves para la producción de amapola en el mundo.
[5] “ni Mussolini ni Hitler pueden ser definidos técnicamente como dictadores. Mussolini era el jefe del gobierno, investido legalmente con tal cargo por el rey, así como Hitler era el canciller del Reich, nombrado por el legítimo presidente del Reich. Aquello que caracteriza tanto al régimen fascista como al régimen nazi, como bien se sabe, es que ambos permitieron que subsistieran las constituciones vigentes (respectivamente, el Estatuto Albertino y la Constitución de Weimar) -según un paradigma que ha sido agudamente definido como de «Estado dual»- poniendo junto a la Constitución legal una segunda estructura, a menudo jurídicamente no formalizada, que podía existir al lado de la otra sólo gracias al estado de excepción.” (Agamben, Estado de Excepción, pp. 95-96). La experiencia autoritaria de la Asamblea Nacional Constituyente (2017-2020) en Venezuela con el gobierno de Maduro, el régimen de Bukele en el Salvador podrían suponer ejemplos del mismo fenómeno contemporáneo, a su vez que provienen de bandos políticos antagónicos.