Cada encuentro era muy bien planificado. Esperaba que cada uno de mis hermanos se marcharán y mi papá y mi mamá fuesen a trabajar. Generalmente los fines de semanas me dejaban con la señora Martina. Mientras ella cocinaba un rico guiso, yo ordenaba cada uno de mis peludos amigos para nuestros encuentros casuales y rápidos.
Siempre, desde pequeña tuve una gran intensidad y vitalidad sexual. Estaba rodeada de puros intelectuales, de bibliotecas y de visitas cada sábado por la tarde de practicantes espirituales que compartían el almuerzo y remembranzas místicas en nuestro hogar. No obstante de estar en un entorno propicio para adentrarme en el mundo de los cuentos y las historias mágicas, solía poner un banquito en el balcón y empezaba a bailar al son que mi cuerpo lo pedía y lentamente me quitaba cada prenda. Sí, me desnudaba en la ventana. Muchos se paraban a ver aquella locura del piso dos, una niña de 5 años bailando cual servicio dancístico es pagado. Pero no, era puro placer.
El placer coordinado de la infancia
En nuestro hogar no teníamos acceso a pornografía de ningún tipo, ni mucho menos se veía películas de contenido sexual en horario infantil. Mi conducta no era un hecho aprendido, era un impulso de autoconocimiento y de exploración de algo muy delicioso que era la manosturbación.
Me impresionaba mucho mi capacidad para organizar mis encuentros. En el baño era súper divertido lanzar las toallas, crear una especie de tumulto y colocarlo de forma punzante acariciando y satisfaciendo mi botoncito. Ahora, en el cuarto era todo un acontecimiento. Tenía alrededor de 13 peluches, osos, elefantes, tigres y un tiburón. Estos con enormes narices, trompas o mandíbulas. Todos allí con una misión. Que yo me frotara en ellos.
Mi forma de ser era imperceptible para mi familia, en ningún momento recuerdo recibir sermón o regaño. Yo era una niña muy linda y tierna, consentida por todo el que me conocía. No obstante de ello, sí recuerdo coordinar muy bien mi intimidad.
Un peluche y la familia
Un sábado de esos que mi mamá no salió hacer compras y Martina no fue a la casa. Mamá se quedó en la casa para organizarla para algún evento con sus amigos “los espirituales”, pensé que dicha presencia interrumpiría mi diversión, no fue así y me aventuré. Espere que coleteara por su cuarto, fue allí cuando dejé la puerta entreabierta y me dispuse a arroparme y a colocar a Willy (tiburón) entre mi dos piernas y comencé a moverme lenta y precavidamente. Del impulso comencé a moverme de una forma más eufórica y sin darme cuenta ya estaba en pleno jadeo y ojos torcidos, llegando a mi cumbre de risas y burbujas de alegría. Al regresar al mundo terrenal veo frente a mí dos piernas blancas, voy subiendo la mirada y veo a mi mamá con un rostro de horror y negación de aquel acto que para mí era el encuentro de amor y diversión, pero en el mundo de los adultos, pues, era cosas de adultos.
Jamás olvidaré esa charla nocturna frente a mis dos hermanos, mi papá y mi mamá, conversando sobre el cuerpo y la negación del mismo. Mi única salvación fue culpar a Sabrina (mi mejor amiga) de todo aquello. – “Ella me lo enseño”. Como sabrán Sabrina ya no era bien recibida en la casa y bueno, yo no la visite más en su casa. Me sentí como la villana de un cuento infantil.
Ahora a mis 31 años estoy clara, que aquellos momentos eran de puro amor y no una muestra de desequilibrio mental, como bien me hicieron sentir. Hay que verle el rostro a una niña de 5 años sumergida en un mar de sensaciones entre felpudos peluches.