De Pablo Alborán y otros armarios

¿cómo darse a respetar si la realización sexual casi siempre depende de las comodidades económicas, muchas veces incumplidas?

El escándalo sobre las puertas abiertas del “armario Alborán” apareció en mi celular al tiempo que recibía un mensaje de Instagram de un usuario que no conocía. Caritas de lágrimas, acompañadas por el símbolo de corazones rotos. Párrafos cuya gramática estaba claramente ausente. Como quien lava las medias y no las clasifica, sino que las tira en la gaveta del closet a la espera de que alguien más las ordene, el usuario – que resultó ser una chica – me buscó para juntar los impares de su intrincada tragedia familiar. Sin duda, otra lesbiana juzgada por sus románticos enredos de tijeras.  

“He pensado en quitarme la vida”, dijo; “quise escribirte a ti porque te veo tan feliz siendo gay en redes sociales. En cambio yo… ¿cómo escapo de mi casa? ¡Ayúdame! Ojalá y dejara de respirar”. Le tecleé algunas palabras. Titubeé.

Situémonos en contexto, el cual fui tejiendo en la medida que iban cayendo sus impares medias. La pelea se dio en cualquier casa de Petare – ella mencionó el barrio –; esas que, para llegar hasta el fondo, se requieren docenas de escalones, pañitos para el sudor y desinflamatorios para las varices. La novia de la chica es barbera; ella, por su parte, es la mamá de un niño de ocho años y asistente de maestra. Después de haberse librado del pseudo-matrimonio que tenía con un viejo de los que no se corta la uña del dedo meñique, decidió admitir su verdadera sexualidad y empezar a explorar nuevos terrenos. Un día, afeitándole las greñas al chiquito, conoció a la que hoy es su actual enamorada. Alzaron quijadas. Intercambiaron WhatsApps. Y adelantadas las conversaciones y los toqueteos telefónicos, mi interlocutora de Instagram creyó prudente contárselo a su progenitora. Así me lo puso.

La puerta del armario que iniciaba a rechinar y no por falta de desengrasante.

– Encerró a mi hijo en el cuarto – dijo, esta vez por notas de voz –. Me amenazó con dejarnos en la calle. ¿Y cómo hago yo? Dime. Lo que gano en el colegio no da ni para comprarle una cajita feliz al chamo.

El aceite del caldero no había hervido todavía cuando la confesión del romance “cachapero” se volvió centro de trifulcas en aquella casa de Petare. Lo que hubiera sido espacio para la reconciliación, entre dos perspectivas sobre la intimidad completamente opuestas, sucumbió al rosario de comentarios malencarados: “¿y qué se supone que haces de marimacha? ¿Echas dedo como si fueses una arepa?” le reprochó a la pure, jubilada ella, incrustando los pulgares en la masa para la cena; “qué ejemplo para el colegio donde trabajas!”. Vasos rotos. El olor a aceite quemado se prolongó con las acusaciones de una vida tildada de promiscuidades y engaños; y medias de cotón azules y pantis de mayas negras y calcetines hasta las rodillas. Demasiada pelusa en guardarropa ajeno.

“Ojalá y dejara de respirar”, volví a leer en los mensajes anteriores. En lo personal, sé lo que significa estar sofocado. La circulación de dióxido de carbono y la falta de luz en un armario de confusiones. No obstante, ¿cómo darse a respetar si la realización sexual casi siempre depende de las comodidades económicas, muchas veces incumplidas? ¿Cómo ordenar lo que nos sirve y lo que no y mandar a lavar, en caso necesario, el paltó de quienes no están en consonancia con nuestros deseos? Tales disyuntivas son las que hacen que el tema de la aceptación, por lo menos en comunidad LGBTQ+, no sea resultado único de las voluntades individuales en exclusiva, sino más bien un producto de las particularidades contextuales (vale resaltar: cuándo sostén posees para independizarte).

La calidad de la ropa la sigue determinando la procedencia de la etiqueta, y en casos de bajo estrato social, el precio lo sigue poniendo quien sea cacique de la tribu.

– Me encantaría aconsejarte que no les pares pelotas a tu mamá, que te marcharas de allí en cuanto puedas – respondí –. Aunque dadas tus condiciones, creo que es mejor quedarte en silencio y vivir tu romance a escondidas.

Me dispuse a apagar el teléfono; me había invadido la sensación de asfixia, claustrofobia. Sin embargo, antes de presionar el botón, volví a la cuenta del famoso cantante español, Pablo Alborán, para apreciar su intencionado mensaje de revelación arcoíris. “Estoy aquí para contaros que soy homosexual”, confiesa; “que no pasa nada y que la vida sigue igual”. Una sonrisa de ironía se me esboza en el rostro. Uno de sus fans le escribe: “enorme caballero. Ojalá que todo el mundo pueda vivir sin miedos y libres. Seguro que tus palabras han ayudado a mucha gente”.

Programé la alarma. Apagué la luz.

Ciertamente, las medias de Alborán no apestan a aceite quemado.

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