¿Sin afecto? | Cógeme, pero no me abraces

La gente se ayuda mutuamente a desvestirse, pero no a vestirse; a ensuciarse de fluidos, pero no a limpiarse.

La habitación de hotel tiene aspecto de residencia estudiantil; muy probablemente, debido al modo cómo los objetos están distribuidos. Entre los libros sobre la mesa y los cuadernos de apuntes, yacen los condones, seguidos por los sobrecitos de lubricante.

La cantidad de látex a utilizarse es impredecible, a la par que, del otro lado de la cama y como por presión de lo ya palabreado, espera el anfitrión de la velada.

El juego de mímicas cobra sentido: el uno le desabrocha la camisa al otro; el otro se agacha para deshacerle las trenzas de los zapatos al uno y así sucesivamente. Y los botones del pantalón, desesperados por la presión de lo que abajo palpita, se liberan tras la influencia de los toqueteos. La plantilla de acciones se respeta cual cuaderno de caligrafía.

Los amantes de encuentros virtuales, protagonistas de la libido moderna, han trabajado para el despojo absoluto de la intimidad y conexión profundas. En realidad, la experiencia siempre se extiende en un ritual de acontecimientos fabricados desde el principio: apps descargadas tras el morbo mañanero; mensajes vagamente pensados; fotos al desnudo cuya caducidad no parece tener cabida en el tiempo; y el interés fingido por acercarse, en virtud de los deseos que erotizan, a la cotidianeidad de los desconocidos involucrados. Impresiona ver cómo la secuencia de estos procedimientos se cumple sin restricción a la regla; como si fuera el nuevo «Manual de Carreño» del contexto cibernético que nos precede.

La escena parece ser hasta elegante; una versión remasterizada del respeto y la cortesía. El establecimiento de dichos códigos de relación entre los individuos del online dating, si bien defectuoso en cuanto a que no existe garantía para la interacción duradera, mantiene el resguardo de valores en cada uno de los presentes.

Exponiéndolo de otra manera, el sexo contemporáneo ha permitido normalizar el acercamiento llano de dos cuerpos sin la apuesta necesaria —y riesgosa— de las vulnerabilidades personales.

Los sentimientos son, a diferencia de la ropa, la única prenda que no cae al suelo. Con los miembros a la intemperie y los líquidos alborotados, la lista de fantasías es revisada de conformidad con las descripciones ya acordadas antes de la consumación de la cita: posiciones, pasadas de lengua, aperturas intestinales, recorridos de vulva; ninguna de estas es resultado de la creatividad espontanea. En este particular, la improvisación es amenaza para la comodidad del recipiente; un beso equivocado, una lamida agresiva o un abrazo inadvertido podría poner fin al roce diplomático entre los citados. Y al consagrarse la explosión, el compromiso erótico termina. A partir de ese momento se rompe con la cadena de formalismos, dejándose a la pareja en una especie de orfandad que pronto retornará a su fase de inicio.

La cuestión es, en resumidas cuentas, un círculo vicioso de orgasmos fríos y distanciados. La gente se ayuda mutuamente a desvestirse, pero no a vestirse; a ensuciarse de fluidos, pero no a limpiarse. A colocarse el condón, pero no a quitárselo luego.

Cualquier detalle de condescendencia es, caducada la pasión y el verbalizado contrato, una invasión a la privacidad —espacio sagrado e inviolable—. Con todo, ¿será esta dinámica sexual el derivado mecanismo proteccionista de una sociedad cada vez más frágil?; ¿será el romanticismo el nuevo tabú de nuestra era?

Preguntas de extensa respuesta. Mientras tanto, finjamos que en la habitación de hotel sí reside un estudiante pero que a ciencia cierta lo sabremos nunca puesto que el dato carece de estricta importancia; que, pese a las implicaciones psicológicas del suceso, el orden de los factores no altera el producto.

Gracias por la follada.

Hasta luego.

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