El Tinder y sus perfiles sin tapabocas

Tinder: interactuar por internet, ahora que lo analizo en retrospectiva, termina siendo una defensa irracional de nuestras narrativas personales

“Se ve tan simpático”, pensé.

Su foto de perfil estaba construida para los mejores postores: buen mentón, pectorales aerostáticos, es decir, inflados hacia el exterior de la camisa, y suficiente Photoshop como para atraer los ojos hasta de los usuarios más escépticos. Lo deslicé hacia la derecha.

You and him are a match! Rezaba la app.

La misma etiqueta de primera clase se extendía a la descripción de su perfil: “amante de los perros, dueño de mi propio negocio, apasionado por los libros y fan de las aventuras en carro”. Carro que, supongo, también sería suyo. Mi iniciativa en escribirle era, por tanto, difícil de evadir. “Hola, ¿todo bien?”, puse, mientras me acostaba a dormir. “¿Qué le haría no responderme?”, pensé.

Interactuar por internet, ahora que lo analizo en retrospectiva, termina siendo una defensa irracional de nuestras narrativas personales. Si es intelectual, al igual yo, entonces debería funcionar; si le gustan los vegetales y yo me inclino por las dietas veganas, entonces debería funcionar. Las emociones tienden, sobre la iluminación de una pantalla por la noche, a transformarse en algoritmos; una fórmula matemática de sumas y restas donde se emparejan las cualidades a través suposiciones y caracteres por escrito.     

Tinder es una danza masoquista de zigzags a la derecha y a la izquierda; sin embargo, en esta ocasión, había encontrado yo aquello que, para mí, era una conexión de seguir a ciegas: “apasionado por los libros”.

“Una vez que él vea que los libros están en mi lista de preferencias, me responderá”, pensé.

Y respondió.

Bastaron un par de mensajes acartonados, típicos de cualquier relación en el ciberespacio, para encontrarnos a las afueras del British Museum e iniciar una carrera de flirteos y comentarios románticos y planes de futuro de veinticuatro horas. “Cuánto tiempo había desperdiciado”, pensé. La ruleta virtual de solteros estereotipados parecía, finalmente, beneficiarme.

Sus fotos de perfil resultaron ser traducciones fidedignas de la realidad: las greñas estiradas, las uñas de las manos bien cortadas, la ropa impecable; todo un actor de comercial de Head and Shoulders. Mi Guillermo Dávila anglosajón. No obstante, y para ser francos, como a todo actor, sólo conocía, de él, el nombre y los atributos.

– Sí, vivir en Londres es que jode costoso – dije, en mi inglés paleolítico, comiéndonos un helado en la zona de Trafalgar Square después de horas de charla sobre filosofía e historia del arte.

– Lo he estado considerando desde hace varios días. ¿Te gustaría que nos mudáramos juntos el mes que viene? – dijo él. 

“Las oportunidades sólo se presentan una vez”, pensé, camino a mi casa. En mis audífonos iba escuchando la canción de Yordano Manantial de Corazón. Y sonreí. Me golpeé los muslos como si estos fueran tambores. En el vídeo de YouTube, había una mujer que festejaba con una copa. La euforia latinoamericana de necesitar afecto apresurado y sofocante. A la luz de mis circunstancias, un Quino Táchira imposible de renunciar.

Al día siguiente, por la tarde, recibí un mensaje de texto:

“¿Quieres pasar esta noche por mi casa? Mi hermana está de viaje. Haré cena para los dos”.

Y sentado en las sillas de un bar que daba hacia la cocina, lo vi preparar una sopa de espárragos y calabacín. El cruce de palabras era más reducido de lo habitual, o por lo menos en comparación a nuestras citas recientes. Lo vi sudar; se secaba la frente con los trapos de la nevera. El pulso de su cuello, era notable. De pronto, como si se estuviera acordando de un chiste que sólo tenía sentido en su cabeza, enterró el cuchillo sobre la tabla de picar aliños y me dirigió sus pupilas negras. Reía a carcajadas.

– ¿No te parece loco que estemos tú y yo aquí, sin nadie? – dijo.

– Sí, bueno, es agradable tener un momento de intimidad.

– No, no, pero no me refiero a eso – respondió –. Fíjate un segundo en algo. Con este cuchillo – y lo agarró por la manga –, podría matarte esta misma noche y nadie se enteraría.

La olla comenzó a botar espuma. El agua hervida mojaba las hornillas. Por alguna razón, el pecho lo sentía tan caliente como el teflón que preparaba los alimentos de nuestra velada.

Mi teléfono repicó. Lo que sería la alarma de una pastilla, lo transformé en la llamada urgente de una tía indispuesta. Me disculpé, recalqué la imprudencia del incidente familiar, y salí para coger un taxi.

Ni esa noche, ni en la noche de los próximos meses, ordené sopa para la cena. No hubo, de igual modo, mayores danzas dactilares en la pantalla de mi celular, ni tampoco nuevas ilusiones electrónicas hacia la derecha.

…     

Hoy vi a una señora comer sánduches con los guantes puestos. Vi a un señor fumar con el tapabocas posado en la frente. Vi familias mantener los dos requeridos metros de distancia, pero abrazándose en el carro una vez que finalizan las compras.

He escuchado sobre las medidas de prevención impuestas, al tiempo que veo, en infinidad de gentes, una suerte de seguridad interior que les hace creer inmunes; la certeza de pensar que no existe debilidad delante de lo invisible, porque sólo lo aparentemente físico, lo potencialmente identificado como peligroso, es lo único capaz de afectar el curso de la vida. Pero las narrativas construidas en torno a la problemática epidemiológica actual, la ingenuidad de lo invencible, no son exclusivas a la esfera de la salud.

“Y saber que no existen tapabocas para resguardarse de las amenazas intangibles en el amor”, pensé hoy, acordándome de lo sucedido en aquella cocina londinense.   

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