Totoneando | Por culpa del helado italiano

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Después de tanto planificar nuestro encuentro sexual, Juan Carlos por fin me brindó toda una tarde de placeres. Pasta Alfredo, vino tinto y para finalizar un delicioso helado italiano. Simplemente fue la ocasión perfecta para que nos consumáramos en el sexo más salvaje y despiadados de todos. Quería que sus manos me dejaran las nalgas rojas, deseaba mordisquearle todo el alrededor de su pene. Hace rato lo deseaba de una forma exacerbada.
 
Juan Carlos vivía en La Parroquia Santa Rosalía. Una casita bien modesta donde coexistía su particular mamá (cada vez que se emborrachaba le entraba un espíritu de la corte malandra) su hermano Omar (un muchacho con muchos problemas existenciales enmarcados en jugar parley y robarle el dinero a su papá para seguir apostado) y su hermana Yuraima (joven decidida a huir con Yorbeinkenson a Valle de la Pascua a costa de toda la familia que detestaba a su novio. Ya se imaginarán que ese muchacho no era aspirante a monaguillo, sino un hombre de 42 años con esposa y 5 hijos, aun así seducía a Yuraima para que dejará todo y se fuese a vivir en la casa de su “familia”). Era una casa muy desunida, muy distinta de donde provengo, donde nos sentamos a comer juntos, hablamos de política y de cine.
 
Con Juan Carlos sólo podía compartir una cosa y era comer helados en la Poma y ver películas de ciencia ficción. A veces llegué a pensar que no teníamos un gran futuro; pero ese hombre cuando se ponía esos jeans azulitos se le veía un culo que amilanaba cualquier proyección negativa.
 
Cuando me quedaba a dormir en casa de Juan Carlos, significaba dormir bajo el ronquido de sus dos hermanos y su mamá. Todos dormían en la misma habitación. Una que otra vez Juan Carlos siendo muy travieso, se lamia la mano y empezaba a estimularme el clítoris. Esto “era la gloria”, uno que otro gemido se escapaba, pero gracias a ese ventilador Taurus Revolution que suena cual avión a punto de estrellar, mis sonidos más apasionantes no se escuchaban. No nos podíamos mover mucho ya que como se imaginarán, Juan Carlos dormía en una litera triple, nos tocaba dormir en el medio. Era realmente aterrador y atrevido a la vez.
 
No era fácil la intimidad en nuestra relación, pero un día me sorprendió con mucha elegancia y derroche de dinero.
 
 
Había reservado una habitación en un hermoso hotel de Plaza Venezuela subiendo por el Seniat, un “lujazo” con jacuzzi, sauna, servicio al cuarto, era realmente alucinante. Fue un gesto súper hermoso que debía ser bien recompensado. Era mágico todo lo que mi Juanchi había orquestado para nuestro encuentro
 
Me aventó a la cama, nos besamos desesperadamente, le quite la camisa y empecé a besarlo por todo su pecho ligeramente tonificado, con mucho ahínco le quite la correa y procedí a quitarle el pantalón, no quise ir de prisa, pensé en desnudarme lentamente frente a él. Ese día me coloque mi mejor lencería roja, fue entonces cuando ocurrió la maldición.
 
De la nada comenzó a dolerme el estómago, un dolor maldito que iba desde el intestino grueso hasta mi corazón, en cuestión de segundos empecé a sudar y paulatinamente a bajarse la tensión. No lo podía creer –¿Por qué a mí? –pensé. Decidí decirle que me iría a refrescar un poco en el baño. Él se emocionó como nunca en la vida, seguramente pensó que sacaría un juego erótico.
 
Me encerré en el baño y los dolores eran cada vez más intensos, no tenía escapatoria, debía cagar, necesitaba hacerlo, el detalle estaba que si cagaba en la poceta el eco que harían mis flatulencias rompería cualquier fantasía sexual que Juan tuviese sobre mí. No podía cagar en la poceta todo menos eso, así me sentará y empezará a jalar como loca la cadena del baño; no, no podía hacer eso, levantaría sospechas, él sabría que estoy cagando. Sencillamente no podía creerlo.
 
Allí me di cuenta que fue la abominación del helado italiano que nos comimos lo que hacía que me consumiera en el infierno. Esa mezcla hecha por el mismo Mussolini me estaba matando; sabía que el asunto no era un juego, era vilmente poderoso y estremecedor. Tenía diarrea producto a mi intolerancia a la lactosa, es decir si Juan Carlos escuchaba lo que estaba punto de suceder en el baño, más nunca me podría ver la cara sin pensar “Hola cagona”, nunca iba a querer darme un beso negro por temor a que le defequé el rostro. Estaba en grandes problemas. La agonía se hacía más punzante y reveladora, no estaba borracha y se me estaba metiendo un espíritu, estaba a punto de realizarme una colostomía, todo menos que él escuche mis peos. 😯 
 
 
 Nunca está demás rezar, si la Rosa Mística me hacía el milagro, se lo juró dejó de ser comunista y me meto al convento, -Sáneme virgencita, sáname.
 
Al cabo de media hora, el intruso Juan Carlos toca la puerta del baño :

-Cielo, ¿estás bien?

¿Qué si estoy bien?, todo es culpa tuya maldito fascista con tu helado italiano, te odio con todo mi ser, pensé.

-Si mi amor, ya salgo.

Ya no podía aguantar más, entonces hice lo más humillante que he hecho en mi vida.
 
Con las toallas tape el espacio que queda entre la puerta y el piso para que no se escape ningún olor, y procedí.
 
#NuncaDebióPasar me puse debajo de la regadera, aclimaté el agua entre caliente y tibia, y comencé a defecar en la ducha. Sentí como el hilo oliente de vergüenza bajaba sobre mi cuerpo, las baldosas finas de aquella alcoba junto a sus toallas suaves y sedosas presenciaron el acto más primitivo de la humanidad.
 
Sí, cagué en la ducha.
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Somos un grupo de amigas, parias y rebeldes. Nos dimos cuenta que la brujería y los movimientos paganos comunicacionales son lo nuestro. Aún pateando calle y con un poco de paciencia, nos adentramos en el mundo cibernético. Ladramos, mordemos y cuando llega el momento nos ponemos el monóculo. Maestras en el arte comunicacional y politólogas, aferradas a la loca idea de cambiar al mundo con un poco de humor.

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