Sobre la exposición Rictus y Morisqueta, de Andrea Britto

No hay juicio, no hay veredicto, solo la celebración de la mueca

andrea

El arte contemporáneo se sigue hundiendo en su miasma. Más retumba lo que diga la Lesper sobre ejercicios de arte que ya ni nos importan, que los ejercicios y los artistas mismos. Mientras tanto, en su neurótico universo, Caracas siempre ha sido un espacio de bollante creatividad. Lustros pasan, sí, antes de que algunas almas nos vuelvan a hacer brillar los ojos entre tanta paja y lodo.

En el hoy efervescen a un tiempo poesías, músicas, danzas, artes sobre los muros. Es realmente refrescante ver que un arte de salón, de habitual sumergido en su masturbatoria complacencia, nos haga dar un respingo y nos despierte. Cuando eso ocurre, es que hemos dado con algo que hay que atender.

Fotografía: Fabricio Ojeda

La expo Rictus y Morisqueta, de la novel, muy novel artista Andrea Britto, es el resultado final de una residencia de tres meses en el Museo Alejandro Otero. Su obra no es arte conceptual (primer espasmo de frescura: ella te hablará sin subterfugios ni coartadas ni metáforas imposibles, la comprenderás fácilmente y eso será peor, porque sabrás qué parte de la sensibilidad te está puyando), no es pintura (desnuda de artificio) y está realizada sobre papel de embalar y hojas sacadas de cualquier parte (eludirá el soporte docto, la ceremonia, la distancia y la torre de marfil, está hecha del mismo tráfago cotidiano del que provienes).

Es dibujo y ni siquiera un dibujo que cuide sus formas y su prestancia.

Es un dibujo rápido, rudo, feroz, que elude la belleza, que escapa a regañadientes de su larvaria condición de boceto.

Es un dibujo que quiere ser proceso y no resultado.

Esa es la gran incomodidad: su obra no está terminada, porque es así como debe ocurrir, se demora en la salvaje y primaria acción de dibujar.

Las piezas despliegan una doble ambición: por una parte, seres inermes, aborregados, emparentados en su mansedumbre con la animalidad de otras bestias, carne de matadero (una confabulación de ideas quizás maniqueas pero en fragua de construirse con mayores matices en el futuro) y, por otra parte, personajes que se rebelan en su desaforada expresividad: la caricatura llevada al extremo, una vuelta de tuerca caribe y lúdica a la revisión grotesca de la locura.

No hay juicio, no hay veredicto, solo la celebración de la mueca. Y es que estos dibujos se hablan con las Pinturas Negras de Goya. Rebuscan con total desfachatez en la monstruosidad humana, pero sin espanto ni rechazo, más bien se encuentra a gusto simplemente mostrando la belleza del monstruo.

Hace pocos meses, Britto era una estudiante de artes con un talento desbocado y prometedor, pero sin obra. Ahora existe la obra, ahora es una artista. En este primer asalto sólo nos queda reverenciar el talento inefable, rabiosamente moderno al efectuar el eterno movimiento de ir hacia la raíz y al origen (del dibujo, de lo figurativo para encontrar las palabras de la tribu, de eludir la irritante criptografía) para hablarnos del ahora y de lo que ella considera que somos:, en una operación de mirar hacia el adentro para revelarnos la oscuridad de nuestro rictus y la luz de nuestra morisqueta.

Quizás lo que la hace más actual y moderna a estas obras es que nos está hablando a nosotros, caraqueños, venezolanos, rotos y emanando luz por las grietas, pese a todo, siendo humanos siempre pese a todo. 

Bellos en nuestra monstruosidad.

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La belleza desde el monstruo

Abierta para el público en la sala seis del Museo Alejandro Otero en la Rinconada. Hasta el 18 de septiembre de 2018.
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Pintor, ilustrador, pero sobre todo, muralista. Ha pintado murales en varios países de Latinoamérica, Europa y sobre todo en Venezuela, donde reside desde siempre.

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